Cecil me cuenta del recurso literario de la perversidad de los niños, o simplemente de la maldad sin filtro y quizás inocente, de la infancia. Cuando somos niños experimentamos la maldad hasta sentir la censura y el reproche por parte de los mayores, la castración de que eso no se hace, de que esto está mal. Pero en nuestros primeros pasos sentimos el egoísmo y el primer atisbo de la propiedad del “esto es mío” y no queremos compartir los juguetes ni con nuestros hermanos. Tenemos competencias descarnadas porque a otro le sirvieron más coca-cola en su vaso que en el nuestro o le dieron una porción mayor de papas fritas. Competimos por todo. Nos burlamos de otros niños. Y también sufrimos la burla en carne propia. Y la dimensión de la tragedia y de lo terrible llega a escalas insospechadas, porque nuestro mundo es pequeño, y los problemas son gigantes.
Desde muy temprana edad fui víctima de la burla de mi hermano y sus amigos. Ellos me llevaban un promedio de 2 años, pero en nuestro contexto era un abismo. No había lugar para mí en sus juegos, ni en sus travesuras. No habían llegado aun los tiempos de las grandes escondidas y del posterior fraternal compañerismo. También sufría el ninguneo de mi hermano cuando se juntaba con mis primos varones de su misma edad. Pero yo tenía mi revancha. Con mis primas podíamos hacer uso de ese mismo poder discriminador con nuestros primos más chiquitos. Podíamos cerrarle la puerta en la cara con total impunidad sin importarnos que se vayan llorando a acusarnos con mamá, porque mamá le diría que somos más grandes y queremos hacer cosas de nenas grandes y que ellos son chiquitos, las mismas odiadas respuestas, que no nos convencían en lo absoluto cuando las recibíamos para justificar las acciones de nuestros hermanos mayores.
Y en el barrio, con mi gran amiga y vecina, Silvina, compañera de todas las aventuras y travesuras, teníamos a nuestro blanco perfecto: la odiada Eugenia. Ella no nos había hecho nada, pero su presencia nos molestaba. Era hija única, era una nena fea y sus padres no estaban agraciados con ningún atributo estético. Le decíamos “los cucos”. Eugenia no tenía amigos en la cuadra y a veces la invitábamos a jugar, cuando necesitábamos a alguien para que hiciera el trabajo sucio. Éramos malas con ella y lo vivíamos con placer. El trato hacia Eugenia era nuestro secreto.
Con Silvina pasábamos horas trepadas a los árboles y a los techos. El de mi casa, particularmente, era genial. Para poder subir primero teníamos que trepar a la casilla de gas. En mi barrio, apenas nos mudamos, no había gas natural, por lo que teníamos una casilla alta donde entraban dos tubos de 45 kilos cada uno. Una vez subidas ahí, el paso siguiente era treparse a la parte más baja del techo del comedor, que era de un agua. Superada la primera etapa había que subir por las tejas, con mucho cuidado de no romper ninguna y de no patinarse, hasta llegar al borde. El paso siguiente era optativo: trepar por una pared, haciendo fuerza con los brazos y usando el ladrillo visto como escalera para subir al techo de la segunda planta, donde estaba el tanque de agua, o saltar más de un metro abajo, donde estaba el techo recto de la planta baja del garage, y llegar al techo de la segunda planta por otro lado, primero pasando por el otro techo de tejas que pertenecía a la escalera y era también de un agua. A este techo salían, un poco más abajo, los ventiluces de los dos baños de mi casa, formando un hueco, que era nuestro escondite. De ahí podíamos espiar a la casa de Eugenia. También teníamos algo de vista a la cuadra. El otro escondite era bajo el tanque de agua, en el techo más alto. Y otro refugio era la terraza que daba a la parte de atrás de mi casa.
Escondidas pergeñábamos nuestros planes, confesábamos nuestros secretos. Todo era un juego. El daño no era palpable como algo malo, sino como risa. Estando cerca del tanque de agua, en el techo más alto, quizás buscando alguna travesura por hacer, vimos que en el techo de la casa de Eugenia, estaba su viejo triciclo, aquel de su más tierna infancia, guardado o tirado, debajo del tanque de agua. Se nos hizo agua la boca. Una mirada cómplice y un plan por hacer. Bajamos al techo de mi garage, y nos cruzamos al techo de Eugenia. Con pisadas sigilosas procurando no ser escuchadas, tomamos el triciclo y lo llevamos hasta mi techo. Del otro lado de mi casa vivía Doña Gertrudis, nuestra enemiga acérrima adulta número uno y víctima de todos nuestros ring-rajes. La casa siguiente era la de Silvina. La casa de Doña Gertrudis era de una sola planta, y todo su techo era una enorme terraza. Ella vivía con su marido. Sus hijos estaban casados y el del medio, quizás separado, quizás viudo, estaba viviendo temporalmente con ellos junto a sus dos hijitos. Los nietos de doña Gertrudis tenían la edad suficiente para andar en triciclo. Y en una suerte de convertirnos en reyes magos, nosotras depositamos el preciado juguete en la terraza de Doña Gertrudis.
Al otro día subimos ansiosas para conocer la suerte del triciclo y vimos con alegría renovada que los pequeños le estaban dando uso. Era la hora de llamar a Eugenia.
Tocamos el timbre de su casa, la invitamos a jugar y con alguna excusa la convencimos de subir al techo de mi casa. Fingiendo inocencia alguna de nosotras exclamó:
- ¡Eugenia! ¿ese no es tu triciclo?
Estupefacta, Eugenia contemplaba su triciclo naranja, viejo y herrumbrado, lejos de la jurisdicción de su hogar. No comprendía qué hacía su triciclo en casa de Doña Gertrudis y cómo había llegado allí. Quizás en su fantasía más profunda cavilaba si el destino de su triciclo fue decisión de sus padres, que habrían tenido el tupé de regalar su juguete a los nietos de la vecina, sin siquiera consultarle. Pero nosotras llenábamos sus pensamientos con afirmaciones calumniadoras: seguro que el hijo de doña Gertrudis te lo robó para dárselo a los sus niños. Eugenia, al borde del llanto, queriendo reivindicar su propiedad, no podía reaccionar. La animábamos a que recupere lo que es suyo, instándola a que se cruce de techo y que se lleve por mano propia y absoluta clandestinidad lo que le pertenecía. Estimo que nosotras sabíamos que Eugenia no era capaz de tamaña osadía, y tal vez ese era nuestro objetivo. Llevarla hasta ese punto de inacción donde su cobardía quedara plasmada. No tengo certezas sobre el fin que perseguíamos, pero la situación nos deleitaba y nos reíamos por dentro de la pobre Eugenia. Hasta que llegó lo impensado. Quizás nosotras teníamos planeado recuperar el triciclo después de evidenciar la falta de coraje de nuestra vecina. Pero ella optó por buscar un mediador:
- Le voy a decir a mi papá – espetó Eugenia y salió disparada para bajar del techo.
Asustadas, con Silvina nos miramos y salimos tras de ella al grito de “no, esperá”. Pero Eugenia no se dejaba persuadir y ofuscada seguía descendiendo por el techo de tejas. El castigo se nos representó: nuestras madres retándonos hasta quedarse sin voz por el hurto cometido seguido del engaño de la pobre nena, menor que nosotras. Lo peor se vislumbraba: no te juntás más con Silvina y viceversa. Estábamos en problemas. Sólo nos quedaba una carta por jugar: confesarle a Eugenia la verdad, pero disfrazándola de inocencia:
- Eugenia, era una broma.
Pero esta vez habíamos llegado muy lejos. Eugenia siguió con su propósito de buchonear lo sucedido, mientras nosotras corríamos entre los techos para devolver el triciclo a su lugar.
Esa fue nuestra última maldad a Eugenia. La verdad salió a la luz. El papá de Eugenia habló con nuestras madres. Llegó el reto y la penitencia. Más tarde el pedido de disculpas y el perdón de Eugenia. Con el paso del tiempo tuvimos buena relación con ella, pero nunca pudimos superar lo del triciclo naranja.
Desde muy temprana edad fui víctima de la burla de mi hermano y sus amigos. Ellos me llevaban un promedio de 2 años, pero en nuestro contexto era un abismo. No había lugar para mí en sus juegos, ni en sus travesuras. No habían llegado aun los tiempos de las grandes escondidas y del posterior fraternal compañerismo. También sufría el ninguneo de mi hermano cuando se juntaba con mis primos varones de su misma edad. Pero yo tenía mi revancha. Con mis primas podíamos hacer uso de ese mismo poder discriminador con nuestros primos más chiquitos. Podíamos cerrarle la puerta en la cara con total impunidad sin importarnos que se vayan llorando a acusarnos con mamá, porque mamá le diría que somos más grandes y queremos hacer cosas de nenas grandes y que ellos son chiquitos, las mismas odiadas respuestas, que no nos convencían en lo absoluto cuando las recibíamos para justificar las acciones de nuestros hermanos mayores.
Y en el barrio, con mi gran amiga y vecina, Silvina, compañera de todas las aventuras y travesuras, teníamos a nuestro blanco perfecto: la odiada Eugenia. Ella no nos había hecho nada, pero su presencia nos molestaba. Era hija única, era una nena fea y sus padres no estaban agraciados con ningún atributo estético. Le decíamos “los cucos”. Eugenia no tenía amigos en la cuadra y a veces la invitábamos a jugar, cuando necesitábamos a alguien para que hiciera el trabajo sucio. Éramos malas con ella y lo vivíamos con placer. El trato hacia Eugenia era nuestro secreto.
Con Silvina pasábamos horas trepadas a los árboles y a los techos. El de mi casa, particularmente, era genial. Para poder subir primero teníamos que trepar a la casilla de gas. En mi barrio, apenas nos mudamos, no había gas natural, por lo que teníamos una casilla alta donde entraban dos tubos de 45 kilos cada uno. Una vez subidas ahí, el paso siguiente era treparse a la parte más baja del techo del comedor, que era de un agua. Superada la primera etapa había que subir por las tejas, con mucho cuidado de no romper ninguna y de no patinarse, hasta llegar al borde. El paso siguiente era optativo: trepar por una pared, haciendo fuerza con los brazos y usando el ladrillo visto como escalera para subir al techo de la segunda planta, donde estaba el tanque de agua, o saltar más de un metro abajo, donde estaba el techo recto de la planta baja del garage, y llegar al techo de la segunda planta por otro lado, primero pasando por el otro techo de tejas que pertenecía a la escalera y era también de un agua. A este techo salían, un poco más abajo, los ventiluces de los dos baños de mi casa, formando un hueco, que era nuestro escondite. De ahí podíamos espiar a la casa de Eugenia. También teníamos algo de vista a la cuadra. El otro escondite era bajo el tanque de agua, en el techo más alto. Y otro refugio era la terraza que daba a la parte de atrás de mi casa.
Escondidas pergeñábamos nuestros planes, confesábamos nuestros secretos. Todo era un juego. El daño no era palpable como algo malo, sino como risa. Estando cerca del tanque de agua, en el techo más alto, quizás buscando alguna travesura por hacer, vimos que en el techo de la casa de Eugenia, estaba su viejo triciclo, aquel de su más tierna infancia, guardado o tirado, debajo del tanque de agua. Se nos hizo agua la boca. Una mirada cómplice y un plan por hacer. Bajamos al techo de mi garage, y nos cruzamos al techo de Eugenia. Con pisadas sigilosas procurando no ser escuchadas, tomamos el triciclo y lo llevamos hasta mi techo. Del otro lado de mi casa vivía Doña Gertrudis, nuestra enemiga acérrima adulta número uno y víctima de todos nuestros ring-rajes. La casa siguiente era la de Silvina. La casa de Doña Gertrudis era de una sola planta, y todo su techo era una enorme terraza. Ella vivía con su marido. Sus hijos estaban casados y el del medio, quizás separado, quizás viudo, estaba viviendo temporalmente con ellos junto a sus dos hijitos. Los nietos de doña Gertrudis tenían la edad suficiente para andar en triciclo. Y en una suerte de convertirnos en reyes magos, nosotras depositamos el preciado juguete en la terraza de Doña Gertrudis.
Al otro día subimos ansiosas para conocer la suerte del triciclo y vimos con alegría renovada que los pequeños le estaban dando uso. Era la hora de llamar a Eugenia.
Tocamos el timbre de su casa, la invitamos a jugar y con alguna excusa la convencimos de subir al techo de mi casa. Fingiendo inocencia alguna de nosotras exclamó:
- ¡Eugenia! ¿ese no es tu triciclo?
Estupefacta, Eugenia contemplaba su triciclo naranja, viejo y herrumbrado, lejos de la jurisdicción de su hogar. No comprendía qué hacía su triciclo en casa de Doña Gertrudis y cómo había llegado allí. Quizás en su fantasía más profunda cavilaba si el destino de su triciclo fue decisión de sus padres, que habrían tenido el tupé de regalar su juguete a los nietos de la vecina, sin siquiera consultarle. Pero nosotras llenábamos sus pensamientos con afirmaciones calumniadoras: seguro que el hijo de doña Gertrudis te lo robó para dárselo a los sus niños. Eugenia, al borde del llanto, queriendo reivindicar su propiedad, no podía reaccionar. La animábamos a que recupere lo que es suyo, instándola a que se cruce de techo y que se lleve por mano propia y absoluta clandestinidad lo que le pertenecía. Estimo que nosotras sabíamos que Eugenia no era capaz de tamaña osadía, y tal vez ese era nuestro objetivo. Llevarla hasta ese punto de inacción donde su cobardía quedara plasmada. No tengo certezas sobre el fin que perseguíamos, pero la situación nos deleitaba y nos reíamos por dentro de la pobre Eugenia. Hasta que llegó lo impensado. Quizás nosotras teníamos planeado recuperar el triciclo después de evidenciar la falta de coraje de nuestra vecina. Pero ella optó por buscar un mediador:
- Le voy a decir a mi papá – espetó Eugenia y salió disparada para bajar del techo.
Asustadas, con Silvina nos miramos y salimos tras de ella al grito de “no, esperá”. Pero Eugenia no se dejaba persuadir y ofuscada seguía descendiendo por el techo de tejas. El castigo se nos representó: nuestras madres retándonos hasta quedarse sin voz por el hurto cometido seguido del engaño de la pobre nena, menor que nosotras. Lo peor se vislumbraba: no te juntás más con Silvina y viceversa. Estábamos en problemas. Sólo nos quedaba una carta por jugar: confesarle a Eugenia la verdad, pero disfrazándola de inocencia:
- Eugenia, era una broma.
Pero esta vez habíamos llegado muy lejos. Eugenia siguió con su propósito de buchonear lo sucedido, mientras nosotras corríamos entre los techos para devolver el triciclo a su lugar.
Esa fue nuestra última maldad a Eugenia. La verdad salió a la luz. El papá de Eugenia habló con nuestras madres. Llegó el reto y la penitencia. Más tarde el pedido de disculpas y el perdón de Eugenia. Con el paso del tiempo tuvimos buena relación con ella, pero nunca pudimos superar lo del triciclo naranja.
27 Comentarios:
priiiiiiiii
siiiiiii =P
eran tremendas, por el amor de buddha
yo era tan bobita, que seguro me tocaba el rol de eugenia
[pobrecita, se hacía la buena como si nadie la conociera =P ]
sus relatos, cada día mejores, estimada julia
pd: devuélvame el triciclo =P
besos
PRIIIIIIIIIIIIIIII
el de Cecil no vale! Después se me ocurre alguna idea de por qué no ¬¬
yo siempre viví en depto y, aunque tuve alguna que otra vecinita de edificio, nunca podré contarle a mis nietos historias como las tuyas. pobre eugee (?)
Ooooh, cómo odiaba a esas pendejitas, llamémosles "Eugenias" que eran asquerosamente botonas con los padres, pendejas mal hechas, grrrrrrrrrrr... las odiaba.
Yo tengo una tremenda anécdota con MI triciclo, es más, hay fotos de esa anécdota que nos incluye a mi hermano y a mí. Prometo un post en Cuenteando. Muy lindo post, Shuli!!
Cecil, no shorés, tu pri NO VALE, mentendés, NO VALE, lero leeeeerooo!
Sólo puedo decir q' tuviste tu merecido :P
Te lo dice una persona, q' de chico ha hecho travesuras, pero no maldades y siempre en solitario. Y también he pagado por ellas...
Buen relato, demostrando q' siendo niño, se pueden hacer iniquidades.
Beso, Giulia :)
Yo vendría a ser una especie de intermedio, si se quiere.
Con mi hermano menor y otro amigo de mi misma edad, le hacíamos complicada la existencia a otro pibe de la manzana, también recurriendo a pequeñas maldades y odiosas comparaciones.
Pero en la escuela era maltratado por los populares, yo era una versión masculina de patito feo, ejem!
muy bueno julia...verdaderamente maravilloso este nuevo período cretivo
ahora...eras brava!!!
bien por vos, sos de la mías ( me echaron de jardín de infantes, te queda claro?)
beso
Qué HdP!! Malvadas, malos bichos, malas pendejas!! Nena, caca!!!!
Yo era un pan de Dios. Y eso opinan todos, sobre todo mi primito que le clavé un tenedor por celos en la panza. Jejejeje.
... Ah! El compañerito que empujé del colectivo en movimiento debe pensar igual. Jejeje.
Jodida la Juls!!
Yo de chico era flor de pánfilo... no, más que ahora, digo. Habría sido un Eugenio seguramente, jaja
Después por suerte vino la adolescencia... Oh, la rebeldía reivindicatoria, oh!
P.D. Volvieron los Julitos! A seguir remando, Gaby... :P
pli prii
ay nena que jodida que eras de pendeja jajajaj zarpada joda le hicieron a la eugenia. Yo de chiquita era mas buena que lassie por no decir boluda. la maldá me vino de grande y a borbotones. jajajaj la vida misma!!!!!!
Aaah, bueno ¬¬ o todos mienten o yo realmente era una nena malvada. Vamos, confiesen, no hacían maldades? No odiaban a alguien en particular con toda su almita? No deseaban que le cayera un yunque encima de la cabezota ¬¬? Ok, me voy a meditar al rincón sobre mis circusntancias =(.
Igualmente, en la adolescencia me tocó vivir el rol de estúpida bobita durante 4 años, lo que fue bastante horripilante.
Besos!
Es horrible dejar trece comentarios, so here is el catorce.
Cashate, Belp, cashate.
Ese "circunstancias" mal escrito es opviamente una alucinación, qué andarán consumiendo ¬¬ para ver semejantes cosas...
jajaja, asi es la vida niñas!.
Las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes.
Yo de niño carecía absolutamente de esas ganas de hacer maldades. Quizas por es eso mi infancia no fue tan divertida.
De todos modos, los niños tienen esa perversidad (obviamente aprendida) pero a veces confundida con una dulce y feliz ignorancia...que es el motor de sus mejores frases e intenciones.
Y de las de los grandes...
Que malas!!!
Yo era buenita... y cuando me trataban como a una Eugenia, me vengaba... y si me mandaban a algo que implicaba que demostrara mi cobardía, decía "primero lo hacés vos, y después lo hago yo", y si ellas no se animaban, les decía que eran miedosas.
Besos!
pobre de mi
yo no tengo hermanos
y mis primos son más grandes que yo
casi 10 años
asi que al ser hija única hay cosas que perdí y otras que gane y muchas más que me rompieron las bolas.
jajaajaja, que divinas! Unas turritas importantes,. eh???? Bueh, yo no puedo decir nada porque era igual, la típica pendejita malvada. Pero bueh, el tiempo pasó y ahora soy buenísima... (?).
Che, hablando en serio (?), me atrapó MAL la anécdota. Me recordó a uno de esos cuentos que leía de chica que me encantaban. Besote querida!
Y pregunto yo de dónde sacarán esa maldad los niños? Lo aprenden de algún lado o ya vienen con el paquete?
Muy buen relato, me transportó a mi pasado... eran tan boba e inocente! jajaja!
Para ser sincero he de decir que he llegado a tu blog porque adoro a Mafalda.....pero detrás de Mafalda me he encontrado con un blog muy interesante. saludos, por aquí estaré!
hay que desconfiar de las silvinas!
tucuMala
Para, para, no me gusto el segundo comentario de Gaby jajajajajaja... porque "Eugenias"? EH?? ¬¬
Ah y como para variar, yo era una Eugenia, jajajaja, me jodian y golpeaban y no hacia nada. no, no buchoneaba, aunque ahora que lo pienso pudo ser menos forro acudir a los mayores.
Ehm, copate, cuando tenia 6 años una loca gorda llamada Sara (Se comprende un poco mi desprecio a la gente gorda? :P) se tomaba el trabajo de golpearme todos los dias hasta que uno de esos dias locos, cansada, tome la cartera de una profesora, billetera y esas mierdas y las puse en el pupitre de ella :P
Tuvo tantos dilemas que jamas volvio a molestarme.
Oh si, el regodeo, el regodeo. No se metan ocn las Eugenias :P
Cecil: Sep, lo éramos.
Esa presunta inocencia infantil no te la creo ¬¬.
Oh, muchas gracias, hago lo que puedo :)
Gaby: Ajá, ¿y el post?
Vestida de olvido: Seguro que tendrás otras historias para contar. Yo nunca podré contarles a mis nietos [?] el tipo de historias que me contaba mi viejo de su pueblo.
Si, pobre Euge.
Gaby: pendejas mal hechas jajajaja
Confieso que yo lo re botoneaba a mi hermano cuando me hacía alguna de las suyas, para vengarme jajaja.
Quiero conocer la anécdota de tu triciclo y tu hermano. Yo también tengo una con el mío. ¬¬
Artus: También hice muchas travesuras sin ninguna maldad incluida. Y obvio que tuve mi merecido.
Etienne: Oh, el colegio es tema aparte. Algo de eso ya conté en Asignatura Pendiente.
Vir: Muchas gracias. Era terrible :P
Contame YA lo del jardín de infantes.
Fede: jajajaj pan de dios, ¡caradura!
Belp: y a pesar de todo era tímida, pero cuando nadie me veía me transformaba jajaja
Al contrario, en la adolescencia era bastante pelotuda jajaja
Sweet: Si, pesadita la broma jajaja.
vos no sos mala, ¡cashate!
Gaby: Todos mienten ¬¬
La adolescencia a veces apestaba. En fin.
Karmakiller: Por supuesto que esa "maldad" tiene una mezcla de inocencia, porque no se alcanza a percibir como algo dañino.
Pero no te creo que eras taan buenito ¬¬
Conta Dora: Estaba buena tu estrategia, pero nosotras no éramos miedosas. Si Eugenia nos decía eso no conseguía nada jaja
Willowcita: Y todo no se puede. A me hubiera gustado tener un hermano menor para hacerle todo lo que me hacía mi hermano jajaja
Lucre: Seguro que eras terrible :P
Me alegro de que te atrapó la historia :)
R. Galatea: Me parece que vienen con el paquete y se les enseña luego lo que está bien y lo que está mal. Se dice que recién a los 10 años los chicos tienen la capacidad sufiente para distinguir lo bueno de lo malo.
Gracias
Ignacio J. Rivas: ¡Bienvenido!
Que lindo tu comentario. Lo espero nuevamente =)
TucuMala: Nah, Silvina es de lo más confiable. ¿Con cual Silvina tuviste problemas? ¬¬
Eugenia: jajajaj excelente tu venganza hacia la gorda. Yo me metí con una sola, che, no te hagas cargo :P
Si no me ahgo cargo le quitas lo divertido a mi comment (?) Jjajajaja
Eugenia: jajajaja ok, hacete cargo entonces =P
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