Algunos giros lingüísticos de mi familia materna se trasmiten por generaciones. Tal vez un gen, confundidor el muy maldito, hizo que mi abuela mezclara refranes, mi madre confundiera apellidos y nombres, convirtiéndolos en mixturas impronunciables y que mi primita cometa verdaderos estragos idiomáticos, desarrollando asociaciones disléxicas en su cabeza virtiéndolas sin escrúpulos en la comunicación.
Fue así como una discusión familiar culminó inesperadamente, cuando mi abuela, defendiendo sus intereses o convicciones, haciendo hincapié en un rotundo "yo puedo", quiso rematar sus argumentos con un refrán y dejó a todos atónitos en el momento previo a la explosión de carcajadas. Parada con una mano en alto gritó:
- ¡Porque yo sola me lamo un buey!
"El buey solo bien se lame", reza el dicho y esta confusión refranera ni a Chespirito se le hubiera ocurrido.
Caso adorable es el de mi prima, porque despierta una suerte de ternura. Nunca se sabe con certeza si lo de ella es despiste o inocencia.
- Pasame el bicarbonato - pedía desesperada a su hermano, mientras atendía por teléfono un pedido, lapicera en mano.
- Dale, pasame el bicarbonato.
- ¿Bicarbonato? - preguntó desorientado mi primo.
- Si, dale, que tengo que hacer una factura.
- El carbónico, nena, el papel carbónico.
Muy similar pero más preocupante, fue la vez que preguntó, esta vez a su hermana:
- ¿Como se llama el lesbiano de la otra cuadra?
- ¿Lesbiano? No se dice así, decile gay en todo caso, pero lesbiano...
- No, no, el lesbiano, como el de la película que vimos.
- ¿Cómo lesbiano? Decile puto si querés, ¡pero no lesbiano!
- No, no me entendés - dijo convencida de que no era ella la que estaba equivocada - ese que tiene todo el pelo blanco, las cejas blancas, las pestañas blancas.
- ¡Albino!
Desafortunadamente no puedo escapar del maldito gen confundidor. Desde sus primeras apariciones lo combato fervientemente, sin que nadie lo note. Sin embargo hubo dos situaciones que marcaron mi historial para siempre y la memoria colectiva de mis amistades que me acompañan desde entonces, allá por mis joviales e inocentes 14 añitos. Todos los años, al menos una vez, me somenten a la tortura de sus gastadas recordando a viva voz y en público mis torpezas idiomáticas.
La primera fue en un asado de fin de año multidinario con amigos míos y de mi hermano. Precisaba para condimentar una ensalada aquello que veía al medio de la mesa. El barullo se hizo silencio por un instante, justo cuando me inclinaba sobre la mesa para alcanzar lo que quería, y al no llegar pedí en voz alta:
- Pasame la botella de vinagre.
En realidad, eso fue lo que yo creía haber dicho, porque el gen confundidor suprimió de mi verbalización: "botella de" y me hizo decir: "la vinagre". Hasta el día de hoy, es algo imperdonable y motivo de burla.
Un tiempo después, sin haberme sobrepuesto al suceso bochornante, en otra reunión multitudinaria, comenté el parte médico sobre un esguince de mi tobillo, y muy segura trasmití la tranquilidad de la doctora, porque no me había salido un hematoma. Claro está que yo no había escuchado nunca la palabra hematoma, y que no sabía que esa palabrota y moretón eran lo mismo. Y por supuesto que la palabra que usé fue "hemotema", lo más parecido que me sonó a "hemoderivados".